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REFLEXIONES DE UNA VOLUNTARIA DE LA ASOCIACIÓN (Rocío López Trejo)

MEDITACIONES BAJO EL PERAL

ELA

Son las iniciales de una terrible enfermedad que convierte en una prisión el cuerpo de aquellos que la padecen.

Es fácil comprender mi total admiración hacia estos enfermos cada vez que descubro su afán de superación, o cuando veo cómo aprenden a desarrollar recursos alternativos para suplir la progresiva falta de sus recursos naturales, como la capacidad motora, el habla o la deglución.

Y muchos, incluso, son capaces de ir más allá y enfocarse en lo que les queda, y aprovecharlo intensamente, para seguir creciendo y ofreciendo su perspectiva, su aprendizaje, a los demás, por ejemplo a través de sus blogs.

La vida me ha ido acercando poquito a poco a estos enfermos y a su asociación en Madrid (ADELA). Y de este contacto ha surgido mucho bueno.

Cuando imaginaba la posibilidad de acompañar a una persona con ELA, pensaba que se me vendría el mundo encima, que no sería capaz, que me deprimiría y que no tendría nada que aportarle.

Y sin embargo, mi experiencia no puede ser más distinta a mis expectativas: lo que empezó siendo un voluntariado puntual para enseñar nuevas tecnologías a una enferma, ha derivado en una peculiar relación entre ambas.

Ella siempre me da las gracias por ir a verla y piensa que soy muy generosa por estar a su lado un ratito en la semana. Y es que, aunque lo intento, me cuesta expresarle en su justa medida todo lo que aprendo cada tarde que nos vemos.

A su lado, saboreo mucho más todo lo que tengo, hasta lo más insignificante – aparentemente- como es la posibilidad de beberme el vaso de agua que pido ansiosa a su madre en cuanto llego a su casa. Porque ya no doy nada por sentado, y valoro como un regalo mi salud y mi autonomía.

Y he aprendido a dejar volar la imaginación para que nuestro rato juntas sea como un pequeño oasis que ella sea capaz de extender a lo largo de la semana. Y yo también. Es una oportunidad para pensar en cosas bellas, en cosas locas, en historias imposibles, para cabalgar a lomos de la imaginación hacia rumbos desconocidos.

Y no quiero mirarla con pena, de hecho, a veces se me olvida su enfermedad y sólo veo a una nueva amiga, con la que paso la tarde.

A veces, incluso, al recordar nuestros momentos juntas, creo oír su voz contándome cómo fue su niñez, de mudanza en mudanza, o preguntándome cómo me ha ido en mi último viaje. Y en realidad no conozco su voz, ni la figura que tenía hace 3 años, ni su forma de andar. No sé si gesticulaba mucho o no, ni cómo vestía. Pero conozco su mirada y percibo su esencia. Y cuando salgo de su casa, me siento llena de ella.

Porque las personas somos más que nuestra “cáscara”, mucho más. Y es terrible verse afectado por una enfermedad así, pero cuando las cartas están echadas y no hay vuelta atrás, hay que tratar de jugar la partida lo mejor que se pueda.

Y cada enfermo hace lo que puede con lo que tiene, y necesitan que estemos ahí, dándoles amor con toda la naturalidad del mundo, bromeando, cuidándoles y, sobre todo, no perdiendo de vista que ellos, pese a las apariencias, siguen siendo los que fueron un día no tan lejano.

La dependencia externa de sus familias y cuidadores es total, pero esto no los convierte en bebés. Siguen siendo adultos conscientes que necesitan sentirse valorados como tales, con respeto, naturalidad y alegría.

Traspasemos las fronteras de las apariencias y vayamos a la esencia del ser humano, esa que permanece inmutable.

Rocío López Trejo

Voluntaria de Telefónica

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